5 may 2012

Letras.


Dejar de pensar. Experimentar con el corazón. Dejar fluir. No abandonar los sueños.
Cuatro frases que parecen sinónimos. Que parecen ser la fórmula simple para una vida realizada.
El miedo al éxito. El miedo al fracaso. Procrastinar. Sugestionarse. La contracara que más asiduamente sale a la luz, haciendo que los sueños luzcan como deseos olvidados pertenecientes a un pasado dorado nostálgico o a un futuro brillante lejano, pero siempre en otro tiempo, en otro lugar: en otra vida.

Pareciese que los sueños son dotaciones propias de la clarividencia innata de cada hombre que pisa esta tierra. Sueños acompañados de intenciones claras, de acciones precisas, de energías bien orientadas. Es infalible la vida así. A más B es igual a C. Porque toda tu vida construiste esa A y esa B, sin pensar nada más que en C. Casi sin saber disfrutar de A y de B mientras se esbozaban, de a golpes, en los renglones biográficos.

Pero ¿y si uno tiene que dejar pasar la primavera, el verano y hasta el otoño para encontrarse con su verdadero sueño? ¿Y si en el invierno nos damos cuenta de que nunca hubo un deseo  que persistiese incólume todos los solsticios y equinoccios? ¿Qué tendríamos que hacer con ese alfabeto incompleto e incoherente, repetitivo en sus consonantes? No me imagino reduciéndolo forzosamente a una letra, a un fin, a un único sueño irrealizable por no haber sabido encontrar los caracteres imprescindibles.

Tal vez sea la luna particularmente grande de esta noche o la recurrente visión de los dientes separados de Marie Fredriksson que me hacen delirar tanto. Lo único certero tras estas líneas es que, por más que lo intente, mi vida no va a ser nunca una fórmula verificada bien realizada. A lo sumo será una sopa de letras, pero eso sí: sin ninguna frase célebre detrás de las letras no utilizadas.